domingo, 30 de diciembre de 2007

Del viejo truhán y sus polluelos

Tradicionalmente el nombre de Charles Dickens ha sido una constante en el recuerdo popular en unas fechas en las que el signo de la festividad crea, al parecer, la atmósfera propicia al tono sentimental que impregna la obra del escritor británico. No pensamos solo en la conocidísima metáfora sobre la expiación del relato “Canción de Navidad”, sino también en novelas como “Oliver Twist”, adaptada infinidad de veces al cine y a la televisión.

“Oliver Twist” narra las aventuras de un huérfano al que los avatares arrojan a las redes del hampa londinense. De entre el submundo de la delincuencia barriobajera de la Inglaterra victoriana emerge la sombría figura de Fagin, el viejo cabecilla de una horda de rateros a los que adiestra en el arte del que es un consumado maestro.

En Dickens el mal llega casi a revestir rango de absoluto, por lo que un villano de las características de Fagin no alcanza a rebasar la condición de mero arquetipo; así con todo la maldad de este personaje se expresa tan retorcida y serpentina que en ocasiones inspira un sentimiento más complejo que el simple aborrecimiento; un algo a medio camino entre la curiosidad y ese repelús que provocaría la visión repentina de una araña peluda de grandes proporciones discurriendo sobre un lecho caliente.

Aunque a este tipo de individuos hay que suponerles intenciones perversas hasta cuando entran al aseo a aliviar sus necesidades fisiológicas, ha querido la Naturaleza, no obstante lo previsible de sus acciones, dotarles de un dudoso talento con la que encumbrarlos a un escalafón social más alto que el del resto de sus congéneres. Habiéndosenos presentado como el delincuente que es, dudamos en emitir un juicio rápido de repulsa hacia la persona de Fagin (menos aun por el factor determinista de la injusticia y opresión de los extractos humildes en el que la historia se desenvuelve); o bien la contundencia de nuestra condena viene atemperada por tratarse de alguien que, de una u otra forma, ofrece cobijo a unos pobres desheredados en virtud de un atisbo de ternura que no tarda en revelarse falso e interesado desde el momento en que el pequeño Oliver rehusa integrarse en su organización criminal, condenándose por ello a una implacable persecución.

Por supuesto que, como jefe de unos rateros, el personaje de Dickens no es el mejor exponente de ese tipo de canallas que ascienden dicho escalafón, y menos aun frente a los casos de quienes alcanzan a convertirse en una suerte de cabecillas de otros tantos individuos a los que, por algún inexplicable motivo, le suponemos más predispuestos a un comportamiento más noble en la vida. Pero sabido es que la miseria moral no hace distingos entre cargos, profesiones, ambientes u otras categorías humanas.


4 comentarios:

Anónimo dijo...

Me he fijado que en la peli hay polluelos, pero no hay polluelas
Faltan las polluelas, que tambien hay

Anónimo dijo...

os guste o no estamos en manos de esta gente
SALVESE QUIEN PUEDA

Anónimo dijo...

AUPA CSIF

Anónimo dijo...

Está claro de quien habláis