Al final de la escalera

Preguntaba un lector/a a través de la sección de comentarios al artículo Rabos de pasa (17/02 12:59 h) sobre el número de empleados que conforman lo que él llamó la “corte de la Alcaldía” entre secretarias, periodistas, agendistas etc. La pregunta no es de fácil respuesta, aunque el denso muro que fortifica ese centro de poder ubicado en la tercera planta del edificio del Ilustrísimo tampoco es que logre silenciar del todo el incesante desfile de almas que se suceden en su interior. Ocurre en ocasiones que un empleado municipal de los de a pie intuye una presencia extraña arriba, sobre su cabeza, y que las suposiciones generadas en torno a este fenómeno son confirmadas al poco por un desconocido timbre de voz al otro lado de una línea telefónica, o la visión de un nuevo rostro que, vislumbrado fugazmente entre la abertura de una puerta ligeramente entornada, sirve de prueba de la existencia de todo un universo paralelo que antes solo acertábamos a sospechar por vagos indicios. Es lo que también sucede, salvando las distancias, con las dependencias de extrarradio o de las pedanías alejadas del mundanal ruido en las que algunos contratados aguardan discretamente, bajo el risueño trino de los pájaros, la hora solemne en la que irán a jurar la Constitución para entrar con todas las de la ley en el redil del Ilustrísimo y sus famosas prótesis.

Pero el caso de la Alcaldía es, en mayor o menor medida, extensible al resto del Ayuntamiento si dejamos a un lado al "Personal de Confianza"*. En los últimos años es costumbre que un ciudadano o un empleado municipal penetre en una oficina municipal para encontrarse con una persona de la que desconoce si se trata de:

a) Un vecino que está realizando una determinada gestión, presentado una instancia o similar (esto si no está detrás de una mesa o mostrador)

b) Un trabajador que ha sido trasladado desde otro lugar del Ayuntamiento (lugar del que podemos tener conocimiento o no) para realizar una sustitución o ejercer de refuerzo en un momento dado.

c) Un contratado eventual o de por vida que lo es por uno de esos procesos de selección que el Ilustrísimo convoca con regularidad.

Si el individuo en cuestión es un empleado eventual lo normal es que, una vez escindido el contrato de trabajo, desaparezca como volatilizado en el aire hasta el día en que lo vemos convertido en funcionario/a gracias (entre otros motivos) a los puntos obtenidos por el tiempo transcurrido trabajando en la Administración; o que, contratado para una “obra determinada” ésta se alargue hasta el extremo de no concluir hasta el mismo día de su jubilación.

En vista de que la política de Miguel Ballesta parece encauzada definitivamente a una convocatoria interminable de concursos oposiciones, la sola tarea de imaginar a grosso modo el complejo onanigrama humano del Ilustrísimo se nos antoja tan ardua y mareante como ponerse a contar abejas en un panal, considerando que su número no deja de crecer incesantemente y que encima no se están quietas un momento.

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